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Fin del Tema 3



¿Legitimación o transformación del capitalismo?
El empresario burgués.
En el temprano desarrollo del capitalismo el impulso económico inicial estuvo controlado por las restricciones del puritanismo y la ética protestante.
El espíritu capitalista se desarrollo a través del espíritu de empresa (afán de lucro, espíritu aventurero y el espíritu burgués (prudencia reflexiva, circunspección calculadora, ponderación racional, espíritu de orden y de economía). Las virtudes burguesas eran la “santa economicidad” (o buena administración: gastar menos de lo que se gana y por tanto ahorrar, racionalizar, evitar el despilfarro y la ociosidad) y la moral de los negocios (la formalidad comercial, la seriedad)
Además de la mentalidad calculadora, la ética protestante y el puritanismo fueron códigos que exaltaban el trabajo, la solidaridad, la prudencia. Cada hombre tenía que examinarse y controlarse a sí mismo, someterse a un código comunitario. El núcleo del puritanismo era un intenso celo moral por la regulación de la conducta cotidiana, como si s hubiera sellado un pacto del que todos compartían la responsabilidad. El individuo tenía que preocuparse por la conducta de la comunidad, el sistema valorativo funcionaba como base del orden social y servía para movilizar a la comunidad y reforzar la disciplina. De este modo se ponía el énfasis ético en la formación del carácter (sobriedad, probidad, trabajo). Otra fuente de la ética del capitalismo fue el protestantismo pragmático (por ejemplo, de Franklin) “salir adelante” mediante la laboriosidad y la astucia. El impulso moral con fuerza motivacional vinculante era el mejoramiento por el propio esfuerzo. De este modo la legitimidad del capitalismo provenía de un sistema de recompensas enraizado en el trabajo como cimiento moral de la sociedad. Se trataba de un éthos nuevo: una nueva ética dirigida hacia un mundo de posibilidades abiertas y ganancias a través de proyectos útiles.
En la formación de esta nueva mentalidad económica y pragmática influyeron ciertas ideas morales protestantes, especialmente el calvinismo.
No obstante esta teoría, se ha desacreditado, ya que algunos historiadores descubrieran la relevancia del pensamiento católico en el origen y desarrollo del capitalismo. En cualquier caso, lo decisivo es que el espíritu del capitalismo constituye un nuevo estilo de vida: afán de lucro para vivir, aspirar a obtener ganancias ejerciendo una profesión. Se acrecienta así el interés terrenal de los individuos. Pero todo ello dentro de una valoración ética, incluso religiosa, de la vida profesional: la “profesión” es una actividad especializada y permanente de un hombre que constituye para él una fuente de ingresos y un fundamento económico seguro de su existencia.
He aquí una ética de la racionalidad económica, de la rentabilidad y del trabajo, con el fin de vivir bien (ser feliz); y apoyada en una combinación de puritanismo y pragmatismo en la personalidad del empresario burgués como nuevo sujeto económico.
El interés propio y la “mano invisible”
Desde cierta tradición de filosofía moral, que para algunos se remonta a Aristóteles y para otros a Spinoza, en la propia naturaleza humana encontramos el principio básico de la ética que inspira la actividad económica. El interés individual, la autoafirmación del propio ser, el instinto natural de conservación, que en el ser humano se desarrolla en el medio de la conciencia, constituye el fundamento natural de la ética.
El interés se convierte en un elemento esencial de la ética social moderna, por encima de las pasiones (pero sin dar el salto hacia una razón moral abstracta y desencarnada, presuntamente “desinteresada), ya que el interés individual constituye la mejor garantía del orden social y el interés económico es enormemente eficaz para regir los asuntos humanos. De ahí el auge de la ética del amor propio y del egoísmo ilustrado en la economía desde Adam Smith. El deseo de mejorar la situación propia es una fuente inagotable de beneficios para la sociedad entera, ya que impulsa a crear, innovar y asumir riesgos. Por eso, en esta tradición ética se mantiene una actitud, ni rigorista ni cínica, centrada en el propio interés como motor, aunque sometido a las regulaciones de la justicia. Esta ética, en la que la moralidad no se opone al bienestar ni a las inclinaciones egoístas, sirve de base a una concepción del capitalismo no incompatible con las exigencias morales.
Adam Smith encontró así el mecanismo básico de un sistema económico que se controla a sí mismo por la competencia del mercado; este crea bienestar y armonía social, en la medida en que permite que la tendencia al provecho privado de cada uno produzca  el bien de todos. Según Smith, este “sistema de la libertad natural” ha de completarse con una legislación estatal y una administración fiable de justicia, que tiene que proteger a cada miembro de la sociedad frente a la injusticia y a la opresión. En la riqueza de las naciones pueden encontrarse algunos textos, preocupados por el marco ético y político de los mecanismos puramente económicos. Y en la Teoría de los sentimientos morales se muestra que el interés propio de los individuos permanece ligado a sus “sentimientos  naturales” de simpatía, porque el desmedido interés por si mismo perturba la relación social, que, en cambio, es protegida por el sentimiento “natural” de simpatía hacia el otro y por el sentimiento “natural de culpa”. La preocupación ética de Smith es, innegable. Sin amargo, la “mano invisible” del mercado y un cierto mito de “lo natural” parecen garantizar el orden moral de la sociedad: una cierta perspectiva naturalista persiste en el pensamiento económico, perspectiva que otras éticas económicas intentaran superar mediante una fundamentación racional de las normas y de la intervención en el orden económico.
El principio de utilidad y sus límites
Una ética que contribuyo a este último propósito fue la utilitarista, fundada por Bentham. El utilitarismo representa una concepción ética auténticamente moderna  para fundamentar racionalmente normas desde un principio ético universal y pragmático de la acción, el principio utilitarista.
Algunos años antes de la obra de Bentham, Kant fundo un potente y radical enfoque de ética racional moderna en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, y en la Critica de la razón práctica, que sin embargo, no parece haber influido apenas sobre las ciencias económicas. En cambio, el programa utilitarista de Bentham, ha inspirado grandes partes de la economía nacional (especialmente la teoría neoclásica de la utilidad marginal y la economía del bienestar) la razón profunda del éxito del utilitarismo y la falta de relevancia de Kant en economía puede encontrarse en la diferencia fundamental entre sus respectivos conceptos de la racionalidad práctica. El principio moral utilitarista parece formular las exigencias éticas de la racionalidad económica; exige que tengamos en cuenta si las consecuencias de la acción son buenas, en el sentido de provechosas (útiles) para satisfacer las necesidades humanas mediante un cálculo hedonista, de tal modo que contribuyan a “la mayor felicidad del mayor número).
El “principio de utilidad” pretende lograr una conexión de racionalidad, hedonismo y universalidad, que caracteriza al utilitarismo moderno (a diferencia del antiguo que era individualista y egoísta). Pero su presunto universalismo es más bien una mera defensa de la mayoría como criterio moral, a diferencia de Kant, que se rige por un principio estricto y radical de universalización. Y, por otra parte, el hedonismo utilitarista entra en colisión con la exigencia Kantiana de llegar a discernir lo que significa una buena voluntad. Sin esta y sin un autentico universalismo la racionalidad ética utilitarista queda muy mermada a la hora de llevar a cabo su proyecto de reformar la sociedad con el fin de armonizar racionalmente los diversos intereses y lograr un orden social que favorezca la felicidad de todos.
El utilitarismo ha gozado de gran audiencia en el campo de la ética normativa. Se confiaba en su concepción de la racionalidad como eficiencia para evaluar moralmente las consecuencias, maximizando el bien y minimizando el mal conforme a dos criterios: el bienestar y la suma de utilidades individuales. Los problemas del utilitarismo son muy graves, tanto en el modelo cardinalista (suma de utilidades individuales como medida del bienestar social) como en el ordinalista (“optimalidad de Pareto”), ya que los criterios de la tradición utilitarista empleados en la economía del bienestar son compatibles con situaciones de enorme desigualdad y, por tanto, insensibles a la injusticia, así como a la posible marginación de minorías en beneficio del bienestar de la mayoría.